Una vez más, un artículo. Esta vez para contaros una experiencia no muy agradable, que llevo de la mejor manera posible.
Este texto lo estoy escribiendo con la mano izquierda, de forma lenta y torpe. Y no es por hacer una gracia, sinó que la mano derecha la tengo inmobilizada.
El día quince de setiembre, como otro lunes cualquiera, tenía partido de fútbol, a las nueve de la noche, con los compañeros de siempre y en el lugar de siempre. Habiendo pasado un día once de setiembre, día de la diada de Cataluña, cargado de emociones, que no tuvieron nada que ver con manifestaciones, ni llevar camisetas rojas ni amarillas. Eran otros lo motivos, más próximos al corazón, y el cuerpo me pedía guerra.
Así que me presenté en el campo. Oscuro, por la hora. Saludé y me dispuse a ponerme las lentillas. El ambiente era agradable y me encontraba lleno de vitalidad. Éramos muchos en el campo y el ritmo era frenético. Me pasaron el balón en la medular del area. Giré y encaré y, al girar, me desequilibré y caí. Y, al caer, puse el brazo derecho en el suelo. Y oí un crack, crack, crack. El dolor era fuerte, pero podía mover la mano y el brazo, no sin dificultad.
Me fuí a la banda, donde me puse hielo e hice unas llamadas a mi hermana y a mi pareja. Acabó el partido y me llevaron a casa, habiendo dejado mi moto y el casco sin atar en el campo.
Llegué a casa sobre las once, entré en casa y empezó el drama. Yo estaba tranquilo, pero mis padres me vieron y no tuvieron la misma opinión. Fuimos a recuperar la moto y, más tarde, de urgencias.
Allí, me dejaron solo. Los hospitales te obligan a vivir los peores momentos solo. Me hicieron las pruebas pertinentes, que no entraré en detalle. Y vino el médico, que parecía muy ocupado, para decir “hay fractura”. Tres horas y media estuve allí, me pusieron una venda compresora y me dijeron que me llamarían.
Esa noche no pude dormir muy bien. Tuve muchos dolores y, cuando digo muchos, tened en cuenta que aguanto muy bien el dolor y que tengo una familia muy sufridora. A la mañana siguiente, me dijeron que había que operar. Pasó la semana rápìda, con momentos de dolor, momentos de nervios y momentos de conversación. Y me llamaron de nuevo el jueves, “mañana te operamos”, me dijeron.
A la mañana siguiente, me presenté en el hospital sin comer ni beber nada, aseado y con lo necesario. Pasaron las horas, los nervios crecían, más tarde dormí un poco. Y sobre las dos y media, me dijeron que no me operaban. Que había la opción de hacer noche en el hospital, pues tenía cama reservada. Pero yo quería irme a casa, los dioses escucharon mis plegarias y pude irme.
A la mañana siguiente, misma operación. Era sábado, el día D lo han definido algunos. Salí con mi madre de casa, más tarde se nos unió mi chica y con ella estuve estirado en la cama, incluso dormimos un poco antes que me vinieran a buscar.
Me pusieron en una camilla mientras oía a mi hermana, que acababa de llegar. Tres besos y tres saludos de las tres chicas más importantes en mi vida, para afrontar mi primera operación. Más tarde me dijeron que se me veía muy tranquilo, ellas estaban preciosas, con mi mirada de miope y con el carraspeo de las ruedas de camilla.
Mirabas al techo y veías blanco y más blanco, sábanas blancas. Y llegué a quirófano, donde se me presentó la enfermera, más tarde un enfermero becario y más tarde dos anestesistas. Los hospitales tienen un olor y en quirófano el olor es mayor. Hacía frío y estaba acojonado. Me pusieron cables, inyecciones y demás cachivaches. Y me dormí.
Y me desperté. Y todo había pasado. Almenos el momento de mayor miedo. Ahora toca descanso.